DE BUENA CASA BUENA BRASA. Por Verónica Farizo.
De buena casa buena brasa. José Arturo Martín (1974) y Javier Sicilia (1971) reflexionan acerca del sujeto contemporáneo
desde hace más de veinte años. A través de la auto ficción, este dúo artístico sostiene careta en
mano, levanta trampantojos a su paso y nos tiende un espejo construido a base de capas de
pintura. Podría parecer que su objetivo es la representación más ortodoxa: dos artistas que se
retratan a sí mismos en sus cuadros y que además, para ello, utilizan el tradicional lenguaje
figurativo. Sin embargo, al observar sus imágenes, asistimos a un quiebro en la anterior
aseveración, pues en su obra se cuelan incongruencias, ruidos, silencios, acertijos… nada de lo
representado es literal. A partir de aquí, toda una madeja de significados por desentrañar.
Comenzaron a trabajar juntos en 1995 inaugurando Nos ponemos por los suelos. Fue una
exposición relámpago que duró setenta y dos horas y que abría la primera hoja de una historia
que todavía sigue sumando storyboards en la vida de estos personajes. De ellos sabemos
exclusivamente sus apellidos. Sí, uno es Martín y el otro es Sicilia, pero ya no los reconocemos,
se han intercambiado las identidades tantas veces que han terminado por instaurar un método
de búsqueda basado en la teatralización de una autobiografía simulada. Frente a la idea de diario
íntimo, estos artistas han pintado páginas enteras llenas de ficción utilizando como materia
prima sus vivencias y su entorno más directo y cotidiano. Y hacen bien, quizás solo en esos
retazos de invención pueda colarse de soslayo, en un segundo —pero con una contundencia
mortal— los pocos atisbos de una realidad que se nos escapa ante la tremenda situación de
colapso en la que se halla el individuo posmoderno. Así, a través de una pintura figurativa
narrativa, pero a través también de otros lenguajes como la fotografía, el dibujo o lo instalativo,
conceptos como la muerte de los grandes relatos, la identidad, la crisis de la masculinidad, el
miedo, la incertidumbre o el capitalismo son puestos bajo el punto de mira para ofrecernos un
mapa de coordenadas donde no están escritas las respuestas, pero sí una batería de preguntas
a partir de las cuales poder trazar un camino.
El primer cuestionamiento de esta travesía es planteado en el tríptico Tutorial para la
construcción de una mesa, que actúa como resumen del devenir de Occidente a través de la
representación de tres hitos históricos: el mundo antiguo, representado por la figura de San
José, de profesión carpintero; el mundo moderno, tematizado por Henry Ford, padre de la
fábrica moderna; y el mundo posmoderno, protagonizado por Ingvar Kamprad, fundador de
Ikea.
El padre de familia por antonomasia, San José, creaba hogar y mundo a través de sus manos. La
construcción del hogar de la tríada básica occidental se levantaba conforme a unos muros y unos
objetos que eran realizados mediante un trabajo artesanal que, como tal, salía de unas manos
hacedoras de un mundo conocido y delimitable: manos, casa, mujer e hijo —a la par que dios—
conformaban un universo permeable a la identificación. Y en medio de esos muros —el fuego—
metáfora de casa, de centro, de calor, de familia y unidad. Ese fuego, por otro lado, que en otras
historias a través de las cuales nos narramos, supuso la posibilidad del conocimiento: y al final,
ya se sabe, todo acabó ardiendo. Pero antes de que todo saltara por los aires, el mundo que
representaba San José se vio interrumpido por la llegada de la Modernidad. Del artesano al
obrero, del objeto peculiar en tanto que único al objeto homogéneo de la serie. También se
homogeneizó el productor. Un personaje desdibujado, desenfocado, aparece al fondo del
segundo cuadro donde la protagonista es la mesa que preside una cadena de montaje de una
fábrica de muebles. Decía Benjamin que la modernidad imponía un empobrecimiento de la
experiencia; ahora parece que Ikea es lo más cercano que tenemos a la idea de «construcción»
de una casa provocando el consabido cambio de escenario: la comunidad de la Modernidad se ha difuminado, y el nuevo individuo está ahora solo y ya no recuerda cómo se hacían las cosas
con las manos, si acaso le queda un libro de instrucciones en papel reciclado y una caja que
contiene unas piezas que, unidas, darán lugar a la ilusión de una mesa que decorará un hogar
lleno de vacíos de sentido y de relatos: mi casa es, por ahora, la misma que todas las casas de
este planeta.
La representación del hogar es una constante dentro de la obra de Martín y Sicilia. Alude a la
inmanencia diaria de estos actores, que también somos nosotros —¿dónde estoy y a dónde
voy?— pero trasciende lo meramente doméstico al operar, asimismo, en lo colectivo. En el
recuento de los daños nuestra cama termina ardiendo. Epicentro de nuestro espacio más íntimo,
el dormitorio es el lugar donde vamos a descansar una vez la jornada ha terminado, una vez se
apagan las luces y nos quedamos a solas con nuestro soliloquio. Se trata de un incendio, el
personal, y al tiempo, el de los muros que lo contienen —Dios nos libre de pensar mal— donde
conceptos como estado, economía, lenguaje, religión o ciencia arden tras la caída de estos
grandes relatos dominantes de la Modernidad consumando la deriva de la contemporaneidad.
Somos los nuevos robinsones del siglo XXI, y al hilo de la reactualización que hiciera Michel
Tournier del mito del náufrago, tras la tormenta hemos despertado en una isla desierta y no
sabemos muy bien si comportarnos como felices animales y volver a la unicidad del mundo que
llamamos natural o, ante la soledad e inmensidad, reproducir los códigos y conductas que la
cultura ha impreso en nosotros. El terreno es resbaladizo, la certidumbre ha mutado en lo
incierto y ya no hay programas holísticos que den cuenta de lo que somos. Ante esta ausencia,
pintar de blanco la superficie del lienzo —Dele color al difunto remake— permite a Martín y
Sicilia tematizar una huida hacia el futuro eliminando las huellas del pasado como queriéndonos
decir: ¿y si empezamos de nuevo a escribir la Historia?
¿Dónde habitar, entonces? ¿Dónde reconocer lo que me rodea y poner una primera piedra que
dé sentido a mi mundo, a mi existencia? Martín y Sicilia terminan viviendo en los coches —
Alquiler vacacional— tras ser desalojados de sus casas por imperativos capitalistas, y como
náufragos desheredados, levantan una casa que ya no tiene paredes, y se las ven y se las desean
para acomodar las estancias entre los asientos y el maletero, pues entre arenas movedizas,
podemos vivir de alquiler en una casa prestada o, por qué no, pasar nuestras vacaciones dentro
de un cuadro de ilusión con bellos trampantojos salidos del último catálogo de «la república
independiente de mi casa». Asistimos a una teatralización del ensueño en donde persiste una
extrañeza en todo lo que miran, una suerte de pesadilla kafkiana que va más allá de unos simples
bichos. Después de descubrirse ausentes en sus dormitorios, se llevan todo a cuestas y terminan
por acampar en azoteas —Somebody is watching me— queriendo llevar a cabo un último intento
por volver a empezar. Pero no terminan de reconocer el lugar que ocupan cuando quienes les
devuelven la mirada son unos animales salidos de no se sabe dónde.
Un conjunto de imágenes figurativas, a fin de cuentas, que viene a actualizar el catálogo de
historias nada autobiográficas de Martín y Sicilia y llenas de señuelo conceptual. Sigue
dominando una teatralidad con un regusto por el suspense que sumerge a sus personajes en las
consecuencias de la pérdida de sentido del mundo contemporáneo. Después de barrer el
bosque, han pintado de nuevo el cuadro en blanco: quedamos todos invitados a reescribir la
Historia.